“Hay momentos en que me parece que el lenguaje no sirve todavía absolutamente para nada”. Beethoven quiso, con esta célebre cita, evidenciar una realidad palpitante que nos golpea a todos por igual: la que tiene que ver con las severas deficiencias del lenguaje, capaz de interponer abismos entre los seres humanos, reduciendo la comunicación a un concepto prearistotélico convencionalista. O dicho de otro modo, el significante puede ser independiente del significado; este último, muchas veces sujeto a la más pura arbitrariedad.
A comienzos del siglo XIX, filósofos, músicos y otras figuras del pensamiento ilustrado, se han preguntado acerca de la universalidad de la música como lenguaje, idea de la que el joven Beethoven puede considerarse precursor intelectual.
Acuciado por la enfermedad desde su más tierna infancia, y ante una sordera latente que lo aisló del mundo antes de la treintena, logró sobreponerse a la adversidad, componiendo algunas de las obras fundamentales de la historia universal de la música, como la Novena Sinfonía.
Infancia calamitosa
Ludwig van Beethoven nació presuntamente el 16 de diciembre de 1770 en Bonn, en el Electorado de Colonia del Sacro Imperio Romano Germánico. Y digo presuntamente porque los biógrafos, aunque unánimes, no han podido consultar ninguna partida de nacimiento oficial que así lo acredite.
En contra de lo que se suele creer, sus progenitores contaban con orígenes humildes, puesto que su abuelo paterno, llamado Ludwig, era descendiente de granjeros y campesinos llegados desde Flandes a Bonn en el siglo XVIII.
El padre de Beethoven era un ferviente entusiasta de Wolfgang Amadeus Mozart, el aventajado compositor que deleitó al mundo con su primer concierto cuando tan solo tenía 7 años. Tanta era la admiración, que se transformó en obsesión, martirizando a su pequeño vástago para que siguiera los pasos de su ídolo; enseñándole piano, clarinete y órgano en contra de su voluntad. Tal sometimiento, coartó el desarrollo afectivo del niño, que se enclaustró en sus propios pensamientos, rehuyendo del mundo que le rodeaba.
Cuentan que, al caer la noche, cuando Beethoven trataba de coger el sueño en su cama, su padre, Johann, retiraba airosamente las sábanas que lo cubrían, obligándole a tocar el piano para sus conocidos. Frecuentes eran los episodios violentos, debido en parte al alcoholismo incipiente que había germinado en el padre, que perdió incluso un puesto de director de la orquesta en Bonn a causa de esta adicción. La madre, a menudo ausente por enfermedad, constituía la única balsa emocional del maltratado Beethoven.
Se fija el 12 de noviembre de 1767 como la fecha de su primer concierto, a los 7 años, igual que su homólogo clasicista Mozart. No conforme con la arrolladora demostración de talento de su hijo a la tierna edad de 7 años, Johann mintió descaradamente en su presentación, afirmando que tenía 6 años, en un alarde por probar la inverosímil precocidad de su hijo. El público que asistió en Colonia a la audición quedó estupefacto, lo que empujaría a Beethoven, ahora sí, a abonar su propia vocación.
Dada la escasez de recursos musicales y pedagógicos de su padre, empezó a recibir clases particulares de otros profesores, destacando en la interpretación y composición de órgano, captando la atención de músicos tan talentosos como Christian Gottlob Neefe, quien supervisaba alguna de las clases. Pronto se convertiría en maestro y mentor, entregándole a Beethoven en sus manos todo el conocimiento pasado de las mejores obras antiguas y contemporáneas, esculpiendo con su batuta al genio.
A los 9 años, Beethoven publicaba su primera composición, Nueve variaciones sobre una marcha de Ernst Christoph Dressler. Un año después, Neefe escribiría en la Revista Música una frase tan rotunda como premonitoria: —“Si continúa así, como ha comenzado, se convertirá seguramente en un segundo Wolfgang Amadeus Mozart”.
Al año siguiente, consigue entrar en círculos más eclécticos, puertas que le fueron abiertas por Neefe, como la que le procuró un contrato como intérprete de viola en la orquesta de Maximiliano.
Viena descubre al precoz talento
Atormentando por la presión que su familia ejercía sobre él, Beethoven encuentra una válvula de escape cuando, en 1787, siendo un adolescente de apenas 16 años, decide marchar a la capital Austriaca, Viena, apoyado económica y moralmente por su mecenas, el conde Ferdinand von Waldstein. Durante el transcurso de este viaje, y siempre según cuenta la leyenda, dado que esta información nunca se ha podido contrastar, tuvo un fugaz encuentro con Mozart, quien aseveraría: —“Recuerden su nombre, este joven hará hablar al mundo”. Las fuentes documentales son escasas y de dudosa veracidad, pero permitámonos fantasear con esta coincidencia espaciotemporal.
Al poco tiempo de instalarse en Viena, su madre enfermó gravemente de la insidiosa tuberculosis, enfermedad antaño innombrable como lo es hoy el cáncer a causa de su particular clínica, que convierte el periplo hasta la muerte en un calvario mayor que la idea misma de perecer. Ante este trance, su padre le pide por carta regresar de inmediato a Bonn. Finalmente, acaba falleciendo el 17 de julio del mismo año, dejando a una prole que cuidar y alimentar, tarea de la que se encargaría Beethoven.
Para sacar adelante a sus hermanos, Beethoven tuvo que renunciar a su juventud, ante la indisposición de su padre que, tras la muerte repentina de su esposa, vio agravado su alcoholismo y problemas de conducta, dando con sus huesos en prisión. Este último moriría poco después, un 18 de diciembre de 1792. Entretanto, Beethoven compaginaba la crianza de sus hermanos con su pasión por la música, de la que sacaba rédito económico tocando el violín en una orquesta e impartiendo clases de piano.
Consolidación de un virtuoso
De vuelta a Viena en 1792, Beethoven se esfuerza por alcanzar el prestigio como compositor, al mismo tiempo que lidia con un padecimiento particular y metafóricamente cruel para un músico: la sordera. Allí pudo recibir clases de interpretación a cargo de los más ilustres maestros de la época, como Joseph Haydn, uno de los máximos exponentes del clasicismo.
Los duelos musicales estaban a la orden del día, y Beethoven, un joven osado, pero con demostrada aptitud, no temía en batirse con gente de la talla de Daniel Steibelt. Modificó una partitura suya en tiempo real, mejorándola, para su propia gloria y bochorno del contrincante. Ante tal humillación, Steibelt abandonó la ciudad para no regresar jamás, al menos mientras Beethoven morara en ella.
Aquí arranca el derroche de genio y talento, produciendo su primera obra de calado: tres tríos para piano, violín y violonchelo (Opus 1). En 1795 ya se permitía el lujo de venderse como un audaz compositor, interpretando sus propias obras para un público expectante y crítico.
Pese a que no llegó a casarse nunca, se le atribuyen varios romances y escarceos, no todos provechosos. Al año siguiente, Beethoven pide la mano de Magdalena Willman, a lo que esta se niega. Desilusionado, realiza una exitosa gira por Praga, Dresde, Leipzig, Berlín y Budapest, después de la cual, publica tres sonatas para piano y afianza su imagen, convirtiéndose en fetiche de multitud de mecenas.
En 1800 Beethoven organiza un ambicioso concierto en el que pretende hacer la presentación de su Primera sinfonía.
Sumergido es una prolífica carrera creativa, se presta a dar clases de piano a las altas aristócratas de la época, momentos que aprovecha para flirtear, manteniendo algún que otro romance esporádico. Todas estas distracciones le sirven para olvidar momentáneamente la sordera galopante que pretende arrebatarle el sentido más preciado para un músico, confesándole este sufrimiento a su amigo Wegeler. No tardaría mucho en escribir una carta funesta que ha pasado a la historia con el nombre de Testamento de Heiligenstadt, en la que expresa, dirigiéndose a sus hermanos, la terrible suerte del músico sordo.
Al principio, su música era alegre, vivaz y ligera, para terminar convirtiéndose, al unísono con los tiempos convulsos que vivía Europa, en turbulenta y épica.
Enseguida, Beethoven pudo desquitarse de los muchas veces aburridos conciertos y recitales de salón, ya que los editores se disputaban sus obras, amén de percibir una más que digna pensión anual de la corte austriaca, quizá avergonzada por la prematura muerte de Mozart en la más absoluta de las miserias.
Lo más cerca que estuvo nunca de casarse, fue entre 1804 y 1807, enamorado perdidamente de la joven y bella condesa Josephine Brunswick, amor que además sería correspondido. Sin embargo, los firmes convencionalismos sociales de la época, que impedían casamientos entre la nobleza y el vulgo, les hizo desistir en su empeño.
En este periodo, Beethoven concluyó su única ópera, Leonore. Los años venideros siguieron trayendo consigo obras de importancia capital, entre ellas, la Quinta sinfonía y la Sexta sinfonía, también conocida como Sinfonía Pastoral, sin olvidar la Obertura Coriolano.
Sus apariciones eran cada vez más infrecuentes. Por un lado, la sordera lo incapacitaba en cierto modo, y por otro, su relativa solvencia económica le permitía vivir holgadamente, componiendo cuando él quisiera y como él quisiera.
Se trasladó a Teplice en 1812, estancia en la que escribió una carta de destinatario anónimo titulada Amada Inmortal, que ha suscitado multitud de especulaciones, no obstante, el reputado musicólogo francés Maynard Solomon sostiene que iba dirigida a Antonie Brentano, la hija del mercader Fráncfort del Meno.
Beethoven tenía una personalidad optimista por naturaleza y, pese a la implacable crueldad de su sordera, siempre se mantuvo ocupado, con la esperanza de que la ciencia encontrara una solución para su problema. Esta firme convicción le empujó a trabar amistad con el inventor Johann Mäzel, que construyó instrumentos enfocados a mitigar sus dificultades auditivas. Ejemplos de esto son las cornetas acústicas o un sofisticado sistema para escuchar el piano.
En 1823, totalmente sordo, alumbra su obra más importante, la Novena Sinfonía, que se revela como la consolidación y madurez de un músico de talento indiscutible. Irónicamente, él jamás pudo escucharla.
Óbito
Pasó los últimos años de su vida recluido, manteniendo conversaciones muy vehementes con sus amigos más cercanos, a través de los cuadernos de conversación.
Aun contando con una situación ciertamente desahogada, Beethoven tenía invertida buena parte de su fortuna. Y la que no, estaba depositada a buen recaudo para que su sobrino la tomara como herencia. Escribió a alguno de sus amigos radicado en Londres, pidiéndoles prestado dinero ante una situación cada vez más asfixiante, aceptando su súplica sin titubeo y enviándole 100 libras esterlinas a fondo perdido.
Los problemas hepáticos, que arrastraba casi desde su más tierna infancia, se intensificaron durante estos años, postrando a Beethoven en una cama.
Los estertores de la muerte se manifestaban con especial virulencia un 23 de marzo de 1827, ante la mirada atónita y sollozos de sus amigos, quienes voluntariamente quisieron acompañarle en estos últimos momentos.
Consciente de que encaraba el tramo final de su vida, espetó: —“Aplaudid amigos, comedia finita est”, lo que daba buena cuenta del carácter despreocupado del músico. Sus enjutas manos tomaron un viejo plumín y, temblorosas, se afanaron por estampar una firma en su testamento, legando a su sobrino Karl todos sus bienes.
A la mañana siguiente, Beethoven recibía la extremaunción según el rito católico. Exhalaría el último aliento el día 27, no sin antes mostrar cierta bravuconería y malhumor, probablemente al tomar consciencia absoluta de su inminente final.
Tres días más tarde, el día 29, se celebró el funeral en la Iglesia de Santa Trinidad, en las inmediaciones de la casa donde el músico había residido los últimos años. Asistieron 20.000 personas, entre las cuales se encontraba Schubert, un gran admirador suyo, pese a que musicalmente se encontraran en las antípodas.
De personalidad fuerte, y amigo de sus amigos, siempre a contracorriente y enemigo declarado de la autoridad y el formalismo de las altas clases sociales, Beethoven es ya parte de la historia.